lunes, 2 de noviembre de 2020

DE TONTOS Y ESPERANZAS

 PREVIAMENTE: Confesiones


Ser tonto es lo más fácil y democrático que hay: no es necesario tener ninguna habilidad especial para serlo y además es gratis, con lo que todos lo hemos sido en algún momento, o lo seguimos siendo, con más o menos intensidad. Con más o menos subjetividad.

Incidiendo sobre el tema de los tontos, a los que ya mencioné durante mis (otros) diarios para una pandemia global, habíamos superado la primera oleada (¿de cuántas?) del Fin del Mundo, pensábamos que el verano era la meta en la que acababan de nuestros problemas pero, sin querer aceptarlo, haciendo como que no nos hemos dado cuenta, «malnavegamos» en la segunda ola de esta pandemia que ha truncado y postpuesto tantas cosas y que al mismo tiempo nos devuelve la imagen de la sociedad de la que formamos parte: desde la clase política enfrascada en su reyerta a navajazos a pleno sol, hasta los negacionistas rematadamente tontos que sin pudor airean su ignorancia y su barbarie, intelectual y física, en redes sociales y en disturbios callejeros. Lo peor es que algunos de esos tontos se las dan de liberales que se emborrachan con la palabra libertad (libertarios en el lenguaje anglosajón) que no entienden que vivir en sociedad también conlleva deberes, y esos deberes incluyen la seguridad y la salud de quienes te rodean. Así, por culpa de tontos negacionistas y de aquellos irresponsables que hacen lo que les sale de las gónadas incumpliendo en nombre de su libertad individual unas medidas mínimas de prudencia ante la enfermedad que nos tiene en jaque, nos toca pagar a todos con medidas impuestas y más duras que no gustan a nadie. Si ésta fuera una sociedad ideal, todos tendríamos un mínimo de cultura, sentido crítico, comportamiento responsable hacia quienes nos rodean, y seguramente no sería necesario que nos obligaran a llevar mascarilla, a restringir movimientos y horarios de comerciantes y a imponer un toque de queda nocturno. Hay liberales que nos advierten de que nuestra sacrosanta libertad está amenazada por el Gobierno socialcomunista (como si estas medidas restrictivas no las estuvieran implantando en toda Europa a excepción de la vedette de Madrid, marioneta de MAR, experto pescador en río revuelto); pero frente a la teoría de la conspiración, mi navaja de Ockham me sugiere que nuestra libertad está más bien amenazada por los ignorantes e irresponsables que nos impiden ser una sociedad adulta sin necesidad de imposición generalizada de restricciones. Pero admito que es sólo mi impresión, puedo estar equivocado.

Y esto viene porque aunque desde mayo se hablaba de lo que volvería en otoño, hemos hecho lo que nos ha dado la gana y los gobiernos han sido inoperantes debido a la amenaza del colapso económico (el sanitario, ya tal). Y aquí en medio de este desastre me hallo, como todos, lo sé; pero yo me había embarcado en un cambio de vida que con todo esto sobrevenido va a dar varias vueltas de ciento ochenta grados, quién sabe si pares o impares; para vete tú a saber si llevarme de cabeza al mismo sitio del que huí. Así, mientras aún me sacudo el polvo del camino recorrido y me palpo las alforjas que llevo para lo que queda de viaje, nuevas piedras pavimentan y entorpecen la senda que tengo por delante, sin saber cuáles tienen más preponderancia.

El caso es que desde que escapé de Madrid, llevo varios intentos de «enrutinarme» para asirme a usa costumbres diarias que me permitan dar los pasos con firmeza. Pero siempre hay imprevistos y nuevas ocasiones para que mi vida sea un carrusel tranquilo y sin urgencias que me impide fijar el rumbo que me digo que he de establecer, y poco a poco las viejas rutinas que tuve en mi vida anterior, y que seguían asomando en el reloj al poco de regresar a Elche, se van difuminando, dejando ante mí un horario y un calendario en blanco que necesito llenar. Disfrutar de que el tiempo pase lánguido es un lujo que no puedo permitirme si no quiero regresar a Madrid.

Por cierto, me doy cuenta de que le he cogido el gusto a esto de escribir a modo de diario, ficcionando mi realidad. Juanma, cuyas conversaciones filosóficas y de genética en las barras de Lavapiés son algo que echaré de menos de Madrid, me contó una vez que Henry Miller decía que la literatura a partir de ese momento sería autobiográfica, y sin renunciar a las novelas estándar que tengo a medio escribir, aquí ando embarcado en estos diarios (o «mensuarios») que empecé a escribir hace unos siete meses cuando todo empezó. Me sorprende seguir descubriendo ahora seguidores de aquel diario de pandemia. Es un pequeño placer saber que entretuve a más gente de la que pensé entretener.

Aunque parece que fue ayer, queda lejos ese mes de marzo en el que pensábamos que esa marcianada de quedarnos en cada sería cosa de un par de semanas y que luego todos a funcionar de nuevo... Pero me acuerdo ahora de aquella sensación que tuve el jueves 12 de marzo cuando salía con mis cosas del rascacielos donde trabajaba, un pálpito de irrealidad tamizado con la media luz de la tarde colándose entre las cortinas automáticas, Madrid difuminado al fondo tras la boina de contaminación... Ahora, visto con perspectiva, podría decir que aquel espejismo como de Fin, de que algo iba a ocurrir, era la verdad, mientras que el intento de normalidad que hemos tenido durante el pasado verano, creyendo que ya había acabado este mal sueño ha sido lo irreal. Si hecho la vista atrás, recuerdo que ya en mayo hacíamos la broma algunos amigos de pillarnos una casa de campo para el otoño. Y sin embargo veo que voy a pasar el más que probable segundo confinamiento en el apartamento de la playa, escuchando el Mediterráneo al fondo y contando cada día los euros que me quedan hasta que haya de regresar a la Meseta (no turistas, no money)

Y mientras tanto hemos querido seguir como si no pasara nada, teniendo tindercitas, escuchando a la vecina de al lado solazarse con su amante, alegrándonos de embarazos de amigas que confirman que a pesar de todo, seguimos adelante. Hoy he sabido que mi exvecina la que mola, deja también el barrio por el que deambulamos y bebimos cerveza tantas tardes y noches. Regresa a su pueblo en el extrarradio de Madrid para cuidar allí a su cachorra (como ella la llama), y que se llamará Zoe. Fue una gran alegría saber que había dado el paso, y me va a dar pena no estar cerca y participar, aunque sea de forma muy colateral, en esa nueva experiencia en la que se embarca. Pero bueno, otras dos amigas de la terreta también me han dado noticias similares en las ultimas semanas. La gente tiene esperanza en que saldremos de esta, y al final, la esperanza es que hay esperanza.

Dije en la entrada anterior de esta serie que hablaría de mi última cita Tínder. Pero lo dejaré por ahora, primero he de hablar de literatura de terror a unos adolescentes en un instituto de Alicante.

Y me voy a la cama con el pensamiento de que son las doce de la noche, que no puedo salir a la calle a esta hora debido al toque de queda, y que no es algo que me preocupe. Para lo que hemos quedado...


CONTINÚA AQUÍ: El año de la marcianada.

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