viernes, 20 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Héroes.


VIERNES 20 DE MARZO


Hay un mirlo en el parque de detrás de casa que todas las mañanas a eso de las 5 o las 6 da los buenos días al barrio. Estos pajarillos siempre me han caído bien, fueron los primeros pájaros urbanos distintos a palomas y gorriones que descubrí de niño en Elche. Fue entre las palmeras del parque municipal, un lugar que atravesaba todos los días varias veces para ir al cole. Es un paisaje que añoro: casi desde cualquier esquina de Elche, especialmente en mi barrio de Carrús, puedes ver al final de alguna de las dos calles que confluyan en ese cruce las palmeras de una plaza o de los parques que hay al otro lado del río. Y ahora, el mirlo oscuro que nos da los buenos días a esas horas de la madrugada en esta primavera que empieza tan rara, es un pequeño motivo sin importancia para sonreír cada mañana. Bueno, también sonrío porque veo que aún me quedan un par de horas más, o tres, en la cama.

Es una cosa muy pequeña, pero me sirve para empezar el día con buen humor (además de que no he de subirme en la moto para surfear entre el tráfico de la M-30).

Es ahora cuando hemos de emplear esas cosas pequeñas para que lo grande no nos aturulle, que como dijo aquel: el diablo está en los detalles. Nuestro día a día se ha visto confinado a las paredes de casa y a una vida muy en plan Atrapado en el tiempo (el famoso día de la marmota), así que más nos vale buscar puntos de anclaje o cabos a los que asirnos en esas cosas pequeñitas que nos están rodeando y en las que no reparamos. Es más fácil de lo que creéis. Y eso nos va a ayudar a superar esto de la mejor forma posible, porque todos tenemos un papel que cumplir en este berenjenal. Esta mañana, la enfermera desconocida de la que hablé hace tres días, me contaba el desánimo que sentía al ver que la gente quizá no se está tomando del todo en serio lo de no salir a la calle. Ella está jugándose la salud en un hospital, con el temor de llevar el virus a su casa, está viendo las peores consecuencias de esta enfermedad en quienes están ingresados en la UCI de unos de los mayores hospitales de Madrid; y sin embargo continúa contemplando que hay gente que busca cualquier excusa para salir a la calle. Pero las personas se mueren… Hoy ha fallecido la abuela de una compañera de trabajo, la mujer ha aguantado una semana en el hospital, luchó contra aquello que pilló en el centro de día de Valdemoro, y del que pensaron al principio que se había escapado porque cuando se detectó el brote ella llevaba varios días sin ir. Pero al final mi compañera de trabajo se ha quedado sin abuela antes de tiempo.

A ella, y especialmente a la enfermera desconocida que me cuenta lo que vive cada día, no les valen los aplausos de esa gente que no entiende que esto es muy contagioso, lo que les vale es que pongamos todos los obstáculos posibles a la propagación del virus. Su salud, y la de todos, está en juego. Y no podemos perder a esos héroes que se la están jugando cuidando a los demás.

Es nuestra hora de ser pequeños héroes, por ellos, y cumplir cada uno con nuestro papel. El nuestro, el que nos han pedido a los que nos quedamos en casa, con nuestra hiperconexión, nuestras series y películas, con todas las comodidades de nuestras casas, es el más fácil. ¿No queríais ser héroes? Este es vuestro momento.


¡Sé como él! Un pequeño héroe que se queda en casa.

A propósito de todo esto del fin del mundo me acuerdo de cuando en marzo de 2011 el terremoto de Japón y posterior tsunami arrasó con la central nuclear de Fukushima y llevó un pequeño apocalipsis a Japón. Mi preocupación por aquel entonces estaba puesta en observar cómo se movía la nube radioactiva y si eso afectaría al viaje que tenía previsto en el verano de ese año, conduciendo una ambulancia desde Elche hasta Ulán Bator en Mongolia, mientras que mi jefa, que tenía un bebé de apenas un año volcaba sus miedos en el futuro que esperaba a su hija: ¿y si nos tocaba vivir en un mundo confinado por la contaminación nuclear? Y si no sobrevivíamos en condiciones, ¿quiénes cuidarían de los más pequeños, de los más débiles? Pues eso, tenemos que pensar en quienes están más expuestos, tenemos que sobrevivir sanos para ellos.

Y después de eso, conducir locamente una ambulancia a Mongolia, porque tendremos todo el resto de nuestra vida para salir ahí fuera.

Mientras tanto, este tiempo que tenemos ahora puede servirnos para las cosas que nunca hacemos y que no nos quitaban el sueño. Tantos días en casa, trabajando en el escritorio al lado del ventanal de mi habitación, me están sirviendo para ver que tengo las ventanas pidiendo una buena limpieza (a ver, no es que me quite el sueño, pero creo que ya no tengo excusa para no hacerlo)… He de buscar por algún armario porque me suena que tengo un kit de limpieza de ventanas por ahí, de cuando empecé a vivir en este apartamento e ilusamente pensé que iba a limpiar de forma periódica los dos ventanales que tengo. Si no lo encuentro tampoco os creáis que voy a sufrir por no poder limpiar mis cristales, que dudo que pueda comprarlo ahora en ningún sitio.

Y a disfrutar el fin de semana como mejor podáis, yo creo que se me acumulan las videollamadas grupales este finde… Muy distinto al de hace dos semanas. Qué cosas, hace dos viernes me reunía en Alicante con mi futuro socio y hacíamos planes para casi ya, hace un viernes rehuía de la gente en el súper… Y hoy estoy escribiendo un diario de un confinamiento y el mejor logro que puedo apuntar de mi vida actual es:

David 2 – Nocilla 0



jueves, 19 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Resistiré


JUEVES 19 DE MARZO


Una semana tiene 168 horas. Si les restamos las de dormir (8 al día) se quedan en 112 horas. Pues bien, las tres veces que salí a comprar (viernes tarde, sábado mañana para buscar lo que no encontré el día anterior y martes por la tarde) habrán sumado hora y media, lo que quiere decir que he estado encerrado en los 50 m2 de mi apartamento el 98,66% de mis horas activas (99,11% del total de horas de la semana). Seguro que estáis pensando «Este tío ya empieza a estar mal, que se ha puesto a contar las horas y a hacer estadísticas», pero no os alarméis, es una de las muchas taras que traigo de serie: hacer listas y sacar estadísticas (por cierto, hablo en plural porque me gusta imaginar que no soy el único que me lee para hacer las correcciones y sois alguien más ahí).

¿Y por qué este cálculo de las horas? ¿Para quejarme del aislamiento social debido a estar confinado en casa? En absoluto, porque en realidad el aislamiento es físico pero no social. Jamás en mi vida he hecho más videollamadas que en esta semana. Si es que se me acumulan, que a veces tengo que colgar una para atender a otra, y ahora que se acerca el finde ya estamos planeando quedadas por la red para tomarnos un algo, aunque sea mirándonos las caras a través de la pantalla del móvil. Pena que mi nevera sea tan pequeña que no pueda guardar cubitos de hielo en el congelador para los telecubatas.

En todo caso, no hay motivos para decir que no resistiré, todos lo haremos y todos estamos juntos en esta resistencia (y hasta aquí la sección de autoayuda).


¡A tope! 

Hoy he visto que en las redes se está compartiendo un vídeo de delfines en los canales de Venecia, como síntoma de que en cuanto nos quedamos quietos la Naturaleza recupera sus espacios, y al hilo de esto también hay mucha gente en Twitter diciendo que las palomas lo estarán flipando, preguntándose que dónde nos hemos metido. Pues precisamente ahora que la primavera está a punto de llegar, los días van alargando y siendo más cálidos (ojalá), estoy viendo por mi ventana que las palomas y las urracas empiezan a afanarse en la reconstrucción de sus nidos y las observo pasar de tanto en tanto cargando ramitas en el pico. La vida sigue, y lo nuestro debemos relativizarlo en la medida de lo posible para que la catástrofe y el miedo no nos paralicen (¡venga, más autoayuda!).

Yo por mi parte, en los deadlines que voy descontando ya puedo quitarme una sospecha de encima: la última vez que estuve en un potencial hervidero de virus fue hace dos semanas, en un sitio en San Bernardo donde nos echábamos encima de porciones de pizza y de otros platos de comida italiana. Había quedado allí con un compañero de mi anterior departamento, a cuyo director ingresaron unos días después de habernos visto. He estado en contacto con este compañero y con otra más que estuvo en aquella quedada, y continuamos todos en pie, con lo que sigo con la esperanza de no haber llevado el virus el día siguiente a Elche y Alicante, donde estuve haciendo un ruta en bici a unas murcianas (las pruebas suspendidas del negocio que quiero poner en marcha).

Y poco más que contar por hoy: videollamada con mis hermanos a mi padre para felicitarle el día, mi vecina (la buena, no la petarda) me ha traído el champú que olvidé el martes y a seguir encerrado en casa. Hoy no hay historias de antiguas Tindercitas (aunque ya hay quien me ha propuesto «cibercosas»). Lo digo porque una amiga a la que conocí también por esos medios me pregunta que cuántas Tínder tengo… Aunque eso ahora poco importa… Casualmente una de estas aplicaciones acaba de enviarme un mensaje pidiendo que los usuarios quedemos en persona más adelante y que ahora nos conozcamos de otra manera: teléfono, vídeollamada, escribiendo. Vamos, cortejo en la distancia.

A propósito de esto, estoy recibiendo estos días muchas solicitudes de amistad en FB de chicas con intenciones dudosas remitiéndome a enlaces sospechosos… Con esto del confinamiento hay quienes buscan ríos en los que pescar la desesperación de varones incautos. Pero como se le dice a la muerte: Not today!.

Y para finalizar, el martes en el súper no estaba mi cerveza habitual, y pillé otra. Y cuál no fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que las que pillé eran botellines de quinto en lugar de cuartos… Dramas de un confinamiento.


David 1 – Nocilla 0

(¡en una semana no he ganado peso!)



miércoles, 18 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Nocilla in da house.


MIÉRCOLES 18 DE MARZO


Ayer haciendo la compra tuve un momento paranoico en el pasillo de los productos de higiene personal: una chica iba delante de mí mareando con su carrito, despacio, sin estar ni en un lado ni en otro del pasillo, como si estuviera de paseo en lugar de hacer una salida rápida con el menor contacto posible con otra gente. Y terminó por desesperarme un poco, así que en cuanto vi la oportunidad me lancé a por el gel para estar el menos tiempo posible allí. No fue hasta que llegó la hora de la ducha (soy de los que se duchan por la tarde-noche y no por la mañana) cuando caí en la cuenta de que lo que puse en mi lista de la compra era el champú y no el gel al que me lancé con prisas para evitar a la tía que paseaba por el súper.

Tuve también un momento de debilidad en el que incluí en el carrito de la compra algo que no estaba en mi lista: un tarro de Nocilla Y lo hice a sabiendas de que estos productos son los menos indicados en momentos de nula actividad física, pero me dije que un fin del mundo es un fin del mundo y que tampoco pasaba nada. Cuando llegué a casa me conjuré en ponerme a prueba a mí mismo y ver cuánto tiempo podré pasar sin abrir ese tarro de Nocilla, porque sé que en el momento en el que lo abra, me lo zamparé de una sentada.

Dejando de lado estas cuitas de supermercado, anoche un amigo que vive en Melbourne, Australia, nos dijo que posiblemente en poco tiempo podían verse como nosotros, y nos pidió de parte de su pareja neozelandesa (@intrepidista, podéis seguirla en Instagram) consejos de qué echamos en falta después de varios días de confinamiento, para poder ir preparándose con aquello que quizá se les puede pasar de largo. Nuestra respuesta, además de preguntarles si la familia de ella tiene alguna hacienda o granja con wifi a la que escapar en Nueva Zelanda, fue enviarles la cantidad de vídeos en los que se da cuenta de que no nos aburrimos en absoluto a propósito de las actividades sociales que nos estamos inventando durante este Estado de Alarma. Pero siendo más prácticos, les aconsejamos que se aseguraran buenos monitores y sillas para confeccionarse un lugar de trabajo cómodo, porque trabajar con un ordenador portátil es lo más antihigiénico (posturalmente hablando) que podemos tener los currantes de cuello blanco.

La verdad es que nos estamos organizando bastante bien, aquí y en Italia. A ver cómo se las apañan otras sociedades menos volcadas hacia la calle para darse ánimos o estar juntos en la distancia. Cada noche a las 8 no me dejan de emocionar los aplausos a los sanitarios porque es el momento en el que te das cuenta de que estamos todos ahí, que a pesar de lo vacío de las calles hay una multitud pasando por lo mismo que tú, y que salen a los balcones a compartir ese rato de agradecimiento. Incluso la doctora en economía polaca confinada en Sevilla de la que hablé el otro día me envió un vídeo desde su balcón en Triana: a las doce del mediodía un vecino pone una marcha de Semana Santa y a continuación la gente reza a la Virgen de la Esperanza. Cada quien busca su forma de llevar esto.

Yo lo voy llevando bien entre el trabajo y preparar este diario, que no me deja mucho tiempo: vamos, que estoy deseando que llegue el fin de semana… Y al menos #mivecinapetarda, la que vive pared con pared (no confundir con la que pretendí hace un tiempo) no está dándome demasiado follón gracias a que no está con ella su pareja, o expareja, #JavierdeCartagena. Si esos dos miembros de la pareja bidireccionalmente más tóxica de la historia de la gente a la que odiar hubieran estado juntos en este confinamiento, estoy seguro de que en algún momento habría acabado llamando a su puerta para hacerles una terapia de pareja o decapitarlos, cualquiera de esas dos cosas. Podéis buscar en twitter #mivecinapetarda para saber de qué hablo.

Por cierto, parte del entretenimiento de hoy ha sido la cacerolada de las 12 del mediodía para que la supuesta comisión saudí del rey emérito se destine a la sanidad: ¡Campechano! ¡Paga!



Y el susto de hoy ha sido cuando la rusa tártara de Astracán que se dejó su maleta huérfana en Madrid, cuando le pregunté que si había llegado ya a Rusia y cómo estaba la situación me contó que estaba enferma, con fiebre en el hospital. Es triste reconocerlo, pero he soltado un soplido de alivio al saber que no es coronavirus sino pielonefritis. No es que tuviera ningún contacto íntimo con la muchacha, tan solo me dio un abrazo de agradecimiento por ayudarla, pero un poco de preocupación me entró cuando me dijo que estaba con fiebre. A la pobre la ingresan en un hospital de enfermedades infecciosas por estar recién llegada de España.

Con esto voy tachando contactos de las últimas dos semanas con los que no he circulado, en un sentido u otro, el virus. Hoy hace justo dos semanas que quedaba a cenar con dos amigas de las que me despedía antes de hacer mi mudanza (eso fue en otra vida, que espero que regrese). Ya puedo tener cierta seguridad de que, a no ser que sea asintomático, no pillamos ninguno de los tres el virus en aquella sidrería de Castellana 179 donde nos pusimos tibios de sidra.

Mañana se cumple otro deadline importante, que ya contaré.

Y bueno, voy a ver qué nos cuenta Felipe VI sobre esta crisis… Me despido por hoy confesando que a media tarde he sufrido mi propia crisis doméstica: he atravesado un momento de debilidad en el que he estado muy cerca de asaltar el tarro de Nocilla. Por ahora aguanto.

PS: Guerra entre cacerolas e himno en mi barrio. Pero van ganando las cacerolas.





CONTINÚA AQUÍ...

martes, 17 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Esto lo pagamos entre todos.


MARTES 17 DE MARZO


Ayer tuve un par de conversaciones con amigas en las que salió, de forma teórica, el tema del sexo virtual como remedio al aislamiento al que nos vemos confinados. Y es que las personas solteras que estamos encerradas en casa sin ningún tipo de contacto físico, vamos a tener un periodo en el que las posibilidades de yacer con alguien son nulas. Vale, en mi caso he tenido periodos de sequía sexual bastantes más prolongados que éste al que nos enfrentamos, pero en esas ocasiones siempre había alguna opción, por muy mínima que fuera, de que una muchacha se equivocara y quisiera venirse, o llevarme, a conocernos en el sentido bíblico de la palabra: horizontalidad gozosa y verticalidad de la que mola. Pero ahora estamos en situación de aislamiento social, así que la satisfacción de las necesidades sexuales es algo que se queda solo en nuestras propias manos.

Reflexionando sobre esto he llegado a la conclusión de que van a haber diferentes oleadas de nacimientos a comienzos y mediados de 2021: la primera, más suave, se deberá a las parejas sin niños que hayan quedado encerradas juntas en casa; la segunda, con un pico más acentuado, será la de los solteros que estamos solos en nuestros hogares y vamos a salir como el toro a la plaza. Cuidado con no usar métodos anticonceptivos si no es algo que se esté buscando (y ojo con las ETS).

Pero bueno, el teletrabajo ayuda a no estar todo el día pensando en qué cosas hacer para matar el tiempo (que el diablo cuando se aburre mata moscas con el rabo), y como dije ayer hay que ir encontrando las rutinas, amoldarnos a ellas y sobre todo huir del pijamismo, separar el espacio de trabajo del de la vida normal (el trabajo no es vida normal) en la medida de lo posible y tener claro que si es la hora en la que ya has terminado, hay que olvidar el correo del trabajo.

Hablando de rutinas, hoy supuestamente debería haber tenido una ruptura del confinamiento porque tenía una salida al otorrino: a comienzos de año me dieron unos vértigos y me hice algunas pruebas para buscar el origen de esos mareos que el primer día casi me tiraron al suelo una tarde al salir de la oficina, justo antes de montarme en la moto. Estos vértigos cesaron después de un par de visitas al fisioterapeuta para que me desenroscara el cuello, así que todo presagiaba que estos vértigos se debieron a un tema de cervicales, que creo que estuvieron motivados por el estrés. De hecho, esta fue una de las circunstancias que me ayudaron a decidir cambiar de vida cuando las cosas se me pusieron de cara para montar mi propio negocio.

Pues bien, ayer me llamaron para suspender la cita, pero hoy el que me ha contactado ha sido el otorrino para decirme que todo está correcto y que en efecto los vértigos podrían deberse a temas de cervicales, que yo asocio al estrés, con lo que me reafirmo en mis ganas de escapar de Madrid (si este Fin del Mundo me lo permite).

Quería haber aprovechado esa salida al médico para haber hecho luego la compra a una hora de poca concurrencia, pero finalmente he tenido que esperar a las seis de la tarde tras terminar con mis obligaciones laborales, así que durante el día he ido haciendo un par de listas para la tarde: la de la compra y la de la gente a la que quiero llamar o contactar para saber de ellos y cómo están viviendo este aislamiento social. Es el momento de ir acordándose de otra gente y hacerles saber de alguna manera que te preocupan o que echas de menos el contacto.

Es en estos momentos cuando te das cuenta de que de repente alguien puede dejar de estar, ya no formar parte de tu vida o de tu paisaje, aunque sea allá lejos en la línea del horizonte, y precisamente ahora va a haber mucha gente a la que le va a pasar eso. Ayer, una enfermera que conocí hace unos días por una aplicación social, y con la que comencé a hablar cuando ya nos confinábamos en casa, me contó que celebró el lunes sus 40 años trabajando en medio de este lío, agotada por la carga tremenda que están pasando, que están desbordados y me advirtió de que hay también gente joven sin patologías previas sufriendo las consecuencias de este maldito virus, con lo que por desgracia todos vamos a tener a alguien cercano o saber de alguien que va a pasar la enfermedad, por no hablar de sus consecuencias económicas.



Este texto va dedicado a MJ, una enfermera desconocida que me confiesa que tiene miedo de no controlar sus emociones a partir de mañana cuando esté con pacientes críticos en la UVI.

Justamente esta mañana nos hemos enterado en el grupo de whatsapp del trabajo de que la abuela ingresada de otra compañera, de la que hablé hace un par de días, está en una fase crítica, que en el hospital les han dicho que están desbordados y que no pueden hacer mucho más. Esto está en línea con lo que también escuché a un médico italiano en un informativo: estamos entrando en fase de medicina de guerra, en la que se ha de decidir quién sí y quién no para optimizar recursos ante una situación desbordante. Por eso me emocionan los aplausos de reconocimiento que cada tarde a las 8 damos a los sanitarios y a todo el resto de gente que está trabajando por nosotros, porque están luchando contra una situación límite. Tan solo espero que esto sirva para que mucha gente se dé cuenta de que el sistema sanitario que tenemos se ha construido con los impuestos que algunos intentan no pagar o quieren no pagar, que esos impuestos no pagan solo sueldos de profesionales, construcción de centros de salud y hospitales, sino también las universidades, las becas, los profesores y las matrículas con las que se forman todos los profesionales que ahora están dejándose la piel para salvar la vida de cada día más gente.

Y que es nuestra responsabilidad como contribuyentes a este sistema la de exigir que nuestro dinero se invierta (no es un gasto, sino una inversión, por favor, tengamos esto claro) de forma eficiente: sin derrochar, pero sin cerrar la mano olvidándonos de que nuestro dinero paga formación y paga salud de quienes nos rodean.

Hoy he sido muy consciente de todo eso mientras escuchaba la comparecencia del presidente del Gobierno explicando la cantidad de dinero que se va a destinar para aplacar los efectos de la crisis brutal que se nos ha echado encima en tan solo medio mes: es el dinero de todos, el que hemos pagado con nuestros impuestos, el que va a servir para ayudar a quienes peor lo pasen. Pagamos también para estar protegidos frente a estas incidencias imprevisibles.

Y mientras escuchaba al presidente del Gobierno por la radio, estaba ocupado con el trabajo recogiendo informes de las obras que día a día se están suspendiendo en los aeropuertos, una radiografía de cómo la actividad va apagándose: un goteo constante de suspensiones de obras por problemas logísticos y de restricciones asociadas al Estado de Alarma. Cada obra a la que le asignaba una S de Suspendida significa gente que no puede ir a trabajar, dinero que no se paga, pedidos cancelados o aplazados… Y mientras tanto el presidente del Gobierno en su comparecencia no escatimaba en adjetivos referidos a la gravedad de la situación.

Esto no es una broma, aunque no hemos de dejar el sentido del humor.

Pero bueno, la vida sigue y hay que alimentarla. Esta tarde, cuando he terminado con el trabajo he ido a hacer la compra; y me ha sorprendido ver por la calle más gente de la que esperaba. Era como un domingo por la mañana en el entorno de la glorieta de Pirámides pero con tiendas de alimentación abiertas y autobuses urbanos vacíos. Esta vez los estantes de fruta, verdura y carne estaba abastecidos, y lo que escaseaba era la cerveza y el vino: parece que hemos pasado del pánico acaparador al bálsamo alcohólico. Lo que sigue más o menos igual es el tema del papel higiénico, aunque con una leve mejoría: hoy sí había papel, pero del caro, el acolchado, que parece que no queremos gastar más de la cuenta en limpiarnos el culo. En fin, deseo que con los cuatro rollos que ya tenía y los seis que he comprado sea suficiente para pasar esta crisis y aún me sobre.

Eso sí, mi culete va a disfrutar de un papel suave y acolchado en mis últimas semanas en Madrid. Y no merece menos, que es quien ha de soportar cada día lo peor de mí.

CONTINÚA AQUÍ...

lunes, 16 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Rutinas.


LUNES 16 DE MARZO: Empezamos nuevas rutinas.



Nunca pensé, cuando comenzó la era digital, que mis tías amas de casa y trabajadoras del calzado serían unas internautas de primer nivel siguiéndome en redes sociales que ni imaginábamos que existirían, y que cuando llegara el Fin del Mundo habría una forma de estar en contacto por medio de un sistema de mensajes a través de pequeños teléfonos con más potencia que los ordenadores de sobremesa que teníamos entonces. Sí, reconozco que son prejuicios que poco a poco se han desmontado porque la realidad es que no es necesario ser nativo digital o experto en informática para desenvolverse sin problemas en estos medios.

Y llevo unos días en los que los grupos familiares de whastapp arden y la batería del móvil no me dura ni medio día cuando lo normal es que aguante una jornada entera. Todo lo que ahora no nos juntamos, lo hablamos por whastapp, incluso mucho más. Nos hemos refugiado, ante la realidad de no poder vernos, en este otro contacto que antes tampoco era tan frecuente. Vamos a tener muchas ganas de reencontrarnos todos cuando llegue el fin de esto, familiares y amigos, cuando volvamos a las rutinas de antes, que seguramente ya no serán las mismas.

Hablando de rutinas, hoy por ejemplo ha sido la primera mañana entre semana en mucho tiempo en la que no me despierta la ducha de un vecino ni escucho las persianas levantándose. Y en la calle no se escucha más tráfico que el paso periódico del autobús: el 62 es el que para en la puerta de mi casa, casualmente el mismo número que pasaba por mi primer barrio en Valencia, cuando hace 24 años llegué a vivir a Benimàmet.

No es el primer día que hago teletrabajo, porque ya lo he hecho en otras ocasiones en las que estuve enfermo, o el pasado viernes cuando ya se barruntaba todo esto, pero esta vez va a ir para largo y hay que aprender a adquirir las nuevas rutinas y encontrarnos cómodos en ellas. Fíjate, y yo que pensaba que el fin de las rutinas estaba próximo con mi proyecto de futuro: cada día un grupo nuevo, una ruta distinta… Pues nada, a posponerlo sine die. Precisamente una de las primeras cosas que he hecho hoy ha sido gestionar el aplazamiento de mi excedencia, y seguir más allá de las dos semanas que pensaba que me quedaban en este trabajo.

Al menos he podido comprobar que hay cosas que siguen igual, como la chica que limpia la escalera, que sigue al pie del cañón, o esa gente que sale a comprar el pan, aunque esta vez sea esgrimiendo las barras por la calle para que se nota que han salido solo a hacer la compra.

Yo he aprovechado y he vuelto a una de esas rutinas de cuando estudiaba: ponerme a preparar la comida del mediodía a eso de las 13:30, y además hoy los típìcos macarrones con chorizo que hacía mucho tiempo que no cocinaba. He hecho para tres días… Tengo claro que en algún momento voy a tener que imponerme algún tipo de ejercicio en casa o saldré rodando de este confinamiento.





Otras de las cosas en las que pienso cada día es qué hice hace dos semanas, quién me pudo haber contagiado o a quién pude haber contagiado. Por ahora ya puedo asegurar que las opciones de que haya exportado desde Madrid el virus a Murcia, con escala en una ruta en pruebas del negocio que quiero poner en marcha, son la mitad que hace tres días.

Y es que los caminos del CoVid19 son inexcrutables.


CONTINÚA AQUÍ...

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Primer fin de semana, esto va en serio.



Habrán sido muchos los productos que se habrán quedado huérfanos por recoger en oficinas de paquetería y talleres de lo más diverso, debido a que de repente, de un día para otro, gran parte de los comercios se vieron obligados a cerrar. Es el caso de la maleta rota de la rusa tártara de Astracán que conocí por Tínder, a la que el pasado martes 10 acompañé para llevar su maleta a reparar. Tenía que recogerla el sábado 14 por la mañana. Y allí se quedará a no ser que vaya yo a buscarla cuando todo esto pase, porque ella pudo gestionarse un vuelo de regreso a Rusia antes de que se decretara el Estado de Alarma, estaba realmente aterrada ante la opción de tener que quedarse aquí. Bueno, una Samsonite por 15 €… Hasta que ella regrese.

Previamente, el viernes 13 a mediodía, al mismo tiempo que concluía una videollamada de trabajo desde casa, y mientras aún me debatía entre quedarme en Madrid o huir a Elche, miraba de reojo la televisión y vi que en Madrid ya se tomaban medidas como cerrar bares y restaurantes. Esto empezaba a ir en serio, y el rumor de que se podría cerrar Madrid ya corría por las redes: una amiga me decía que su jefe le contaba que la A-31 en Albacete estaba congestionada en sentido a Murcia y Alicante. Otra amiga que estaba pendiente de bajar conmigo en coche a Elche, me transmitía por whatsapp su nerviosismo porque necesitaba volver y yo no dejaba de tener claro qué hacer.

Finalmente me quedé, pensando aún, ingenuo de mí, que después de la cita médica que tenía el próximo martes con el otorrino podría irme con más tranquilidad a Elche una vez que se hubieran relajado los pánicos iniciales, y teletrabajar desde allí.

Rescaté unos restos de empanada olvidados en mi mini nevera casi vacía y dejé para después de la siesta el ir a comprar comida para volver a llenar mi exigua despensa. Me dije que la mejor hora para ir a comprar sería antes de que avanzara la tarde y evitar así que no quedara nada en los estantes, pero mi procrastinación perenne me retrasó y salí ya tarde después de revisar qué tenía en casa y qué necesitaría reponer. Esta revisión más profunda de mi despensa me permitió descubrir una incomprensible colección de botes de pepinillos en vinagre almacenados en el fondo de un cajón: algún extraño síndrome de ardilla guardando bellotas.

De camino al súper me di cuenta de que toda la gente con la que me cruzaba tomaba, igual que yo, la precaución de distanciarse y guardar un espacio de seguridad. Vi una cola en la entrada de un estanco, con todo el mundo a una distancia de uno o dos metros, con lo que tuve la sensación de que ya estaba calando el peligro de contagio, pero una vez que llegué al súper vi que solo unos pocos intentaban mantener las distancias: es como si pensáramos que dentro de la tienda los virus no se transmiten.

De nuevo, como el martes, no quedaba nada de verdura, fruta o carne. ¿Dónde guarda la gente todos esos alimentos perecederos? ¿Saben lo que son los alimentos perecederos? Y para qué hablar del papel higiénico o pañuelos de papel… Menos mal que tengo bidé.

Llené un par de bolsas con lo esencial para guisar el fin de semana, y dos o tres por si acasos, porque no sabía si encontraría la carne y verdura que necesitaba para acompañar a las legumbres, arroces y pastas (éstas se quedan muy huérfanas si no le pones un poco de alegría en forma de sofrito y chicha). Pero luego me fui a una tienda de barrio y comprobé que allí todo era normalidad y fruterías y carnicerías estaban abastecidas sin problema: estamos locos con lo que ocurrió en los supermercados…

El sábado por la mañana desperté más pronto de lo que esperaba, y fue así también el domingo, que ya tiene delito madrugar para el Fin del Mundo. El caso es que lo aproveché para regresar al súper a buscar dos o tres cosas concretas que no pude comprar el viernes: llegué un par de minutos después de la hora de apertura y pude comprar sin problema, aunque había cola para recoger los carritos (yo decidí meter mis cosas directamente en las bolsas que traía desde casa). Seguía sin haber papel higiénico, me quedan aún 4 rollos y medio, y repito: menos mal que tengo bidé.

Pero después de esta salida tempranera ya sí que tocaba quedarse en casa. Me convencí de que en realidad no sería el primer fin de semana en el que no me movía del sofá, y al final han resultado ser un par de días más conectado que otros muchos en los que me quedé en Madrid. Esta hiperconexión que disfrutamos, o sufrimos, en la actualidad, y la sensación que tenemos de que estamos asistiendo a un momento histórico desde primera fila creo que nos ha hecho pasar el comienzo del confinamiento con menos dramas, al menos quienes tenemos la suerte de no haber perdido a nadie.

De hecho, el decreto por el que se establecía el Estado de Alarma y el confinamiento no llegó hasta el sábado por la noche, pero ese día ya nos estábamos concienciando de que no había que salir. El viernes aún pensaba que no pasaba nada si me daba un paseo por el Manzanares en el parque Madrid Río, alejado del resto de paseantes, sin embargo poco a poco fue calando el mensaje y yo mismo persuadí a alguna amiga de que saliera a hacer deporte: un esguince tonto puede colaborar a la saturación de los hospitales en un momento en el que mejor que no visitemos ningún centro médico.

Yo preferí quedarme en casa a cocinar como si no hubiera un mañana (¿lo habrá?), que es algo que me relaja.

Primero: tener claro qué vas a usar. 


 Segundo: la importancia del sofrito.



 Tercero: el chup chup todo el tiempo que haga falta


Y a envasar. 


O una fideuá para el domingo...





Y ya que estaba a mis tareas domésticas, también quise hacer de buen vecino, y se apoderó de mí el deseo de sentirme útil de alguna manera, con lo que salí al rellano de mi escalera y me ofrecí a la pareja joven de la puerta de al lado, que tiene un bebé cuya principal ocupación es llorar, para que supieran que si necesitaban algo, me tenían allí al lado las 24 h del día. Creí necesario cultivar las conexiones cercanas además de la hiperconexión de las redes sociales.

Sobre la hiperconexión con la que estamos viviendo este Fin del Mundo, me ha permitido saber que tengo aplicaciones en mi teléfono con las que puedo hablar con más de diez amigos al mismo tiempo: desde Madrid, Alicante, Elche, Melbourne o Bratislava, hicimos una quedada por hangouts para contarnos cómo había sido nuestro primer sábado de confinamiento. Y esta quedada se retrasó, primero por la comparecencia de Pedro Sánchez declarando el Estado de Alerta a las 9 de la noche, y luego interrumpida por el primer aplauso colectivo a los sanitarios que están dando el cayo en los hospitales de todo el país. Fue un momento extraño el del aplauso, porque de repente te dabas cuenta de que sí hay gente al otro lado aunque la calle esté vacía. La verdad es que estos momentos de colectividad, en la que todos reconocemos el trabajo de los demás, te hacen reconciliarte con los que te rodean a pesar de los incivismos del resto del fin de semana. Estas situaciones nos retratan en lo mejor y en lo peor que tenemos, y nos sirve para explorarnos mejor a nosotros mismos.

Y en esas ganas de conectar, me sorprendí retomando contactos con gentes que estaban en mi misma situación y con las que llevaba tiempo sin hablar: como por ejemplo una video llamada con Mariana, que con su hipocondría reconocida estaba haciendo cuarentena en su apartamento de San José (Costa Rica) porque temía haberse puesto enferma al estar con alguien que llegó tosiendo después de un vuelo desde Thailandia, con escala en China; o con Zusanna, la doctora en Economía polaca que conocí en una noche loca del verano de 2016 (lo podéis leer aquí: Random guys) y que da clases en China, pero que huyendo de la pandemia ha acabado confinada en un apartamento en Sevilla.

Esto de asomarse a las vidas de los otros es de alguna manera una nueva forma de hacer de vieja del visillo, porque la ventana se queda corta: ya sólo hay gente paseando al perro, o tu vecina a la que pretendiste y que sale a comprar con un chico que vino a visitarla el fin de semana, dándote un pequeño pellizco en el corazón que aviva un rescoldo que racionalmente creías apagado, y quieres que esté apagado porque no tiene sentido pensar en ello. Por eso, a veces, es mejor no mirar por la ventana física y hacerlo por la virtual, aunque sea el Fin del Mundo.


CONTINÚA AQUÍ...

domingo, 15 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Los días previos.


El Fin del Mundo no es algo que suelas tener en tus planes. Lo normal es que en tu agenda anotes citas médicas, visitas de amigos, conciertos, cumpleaños y otros eventos sociales que no te quieres perder y que consideras lo suficientemente importantes como para no dejarlos al albur de tu memoria.

En mi caso, para este mes de marzo de 2020 había agendado algo tan «banal» como un cambio de vida: tras siete años en Madrid, donde había llegado por un traslado laboral después de haber vivido diecisiete años y medio en Valencia, volvía (y vuelvo) a Elche, mi ciudad. Dejo la ingeniería y el project management, dejo la gran ciudad, sus atascos y su contaminación, para dedicarme a un proyecto personal relacionado con el turismo, las motos, el aire libre… Para ello he pedido una excedencia en el trabajo, dije a mi casera que me iba del apartamento donde vivo ya hace cinco años y programé cómo haría el traslado en diferentes fases desde Madrid a Elche: el coche, todos los enseres acumulados en veinticuatro años desde que me fui de Palmeralandia, para lo que necesitaré un furgón bien grande y un par de días de hacer cajas, y finalmente la moto.

Mientras tanto la ola del virus que causaba neumonía había pasado de ser solo algo que ahogaba a una determinada región desconocida de China y que salpicaba muy poco fuera de sus fronteras, a convertirse en una marea que empapaba el norte de Italia. Pero España no era Italia, nos seguía pareciendo igual de lejana que China, y los pocos casos que empezaban a registrarse aquí se me antojaban algo controlable que no iba a interponerse entre mi agenda y yo: ¿cuándo antes había venido el Fin del Mundo a molestarnos y a privarnos de nuestras ocupaciones?

Pues una vez tenía que ser la primera, e iba a llegar en el momento justo para retrasar el giro de 180o que había previsto para mi vida (y ojalá este fuera el mayor de todos los problemas que ha traído el famoso coronavirus).

A comienzos de la semana del 9 al 15 de marzo empezaron a caerse los planes para el fin de semana en el que fuimos conscientes del problema. «¿Por qué tanta alarma?» me preguntaba. «No es para tanto», decía a quienes actuaban de voz de la conciencia. Se canceló una fiesta sorpresa de 40 cumpleaños en Santa Pola para el viernes 13, y contra todo pronóstico también la previa del miércoles 11 en Madrid. Por en medio se habían suspendido las clases en la región y un primer pánico arrasó con los productos frescos y el papel higiénico de los supermercados (¿por qué especialmente en Mercadona?).

Yo sólo venía a por manzanas.

Asistí atónito a la escena de estantes de fruta, verdura y carne vacíos. Había ido como todos los martes a por mis manzanas para la pausa de media mañana en la oficina, y descubrí con estupor que los vídeos que circularon durante el día de gente arrasando supermercados no eran una anécdota: en el de mi barrio, de productos frescos solo quedaban kiwis y puerros. ¿Estamos locos? Además, luego había quedado con una rusa tártara del Tínder, a quien me había ofrecido a acompañarla a arreglar su maleta a un local donde temía que la estafaran por el idioma, y la normalidad en el centro de Madrid era total. Nada en ese ambiente que olía a primavera en las calles de Lavapiés invitaba a pensar que el virus era ya una mancha de aceite imparable que se extendía por todas partes (aunque no negaré que mi instinto arácnido me hacía buscar espacio entre quienes me rodeaban).

El miércoles 11 la M-30 ya iba bastante descargada, e hice el trayecto desde el sur de la ciudad hasta la Torre de Cristal, el edificio más alto de España, en tiempo récord, pero me dije que eso era solo por la ausencia de clases, no me parecía un síntoma del fin del mundo. Incluso esa tarde cargué el maletero del coche con ropa que ya no iba a usar en Madrid: comenzaba mi operación mudanza, dando por sentado que el fin de semana sería como uno de tantos y me bajaría a Elche para empezar a vaciar mi apartamento en la capital.

Pero el jueves 12 ya nos preguntábamos en la oficina que por qué no nos enviaban a todos a trabajar a casa y no solo a los que tuvieran que conciliar, que era una insensatez limitar la medida sin tener en cuenta que alejarnos unos de los otros era por prevención y no por conciliación familiar. Esa misma mañana de jueves el entono de los rascacielos de la Castellana ya venía disfrazado de domingo, y esa extraña sensación de que algo va a pasar se estaba instalando en mi cabeza. En efecto esa misma tarde ya nos tocó recoger todo para trabajar desde casa. Me fui de la torre, donde llevaba trabajando durante el último año, pensando que sería la última vez allí, que no volvería a ver a los compañeros, puesto que me quedaban dos semanas laborales antes de abandonar Madrid. La sensación de fin de etapa se debía más a mis propios planes de desarrollar mi proyecto que a que la semana tentativa de teletrabajo se convertiría en un estado de alarma dos días más tarde. Seguía con mi idea de irme a Elche el fin de semana y decidir si me quedaba a trabajar desde allí, con el debido aislamiento de la familia, o si me quedaba en Madrid. Ganó la segunda opción después de saber de la cantidad de gente que de repente, y ante la posibilidad de que cerraran la región, estaba huyendo a la costa expandiendo el virus. Esa misma mañana terminé por saber que tenía en segundo grado dos contactos ingresados: la abuela de una compañera y el director de mi anterior departamento; y en estas dos últimas semanas había tenido contacto con los compañeros que me unían a esas dos personas enfermas.

Así que cancelé las dos citas que tenía en Elche, relacionadas con mi proyecto futuro, y me convencí de que tendría que quedarme en Madrid sabiendo que los bares cerraban. Mientras tanto una pregunta que dos días atrás parecía remota e inconcebible ya me rondaba la cabeza, y es que parecía en ese mediodía del viernes 13 de marzo de 2020, que llegaríamos al extremo de tener que posponer sine die todas nuestras agendas: ¿podría llevar a cabo la mudanza que tenía planeada para dentro de dos semanas?


CONTINÚA AQUÍ...