Ordenaron colocarle una venda
en los ojos convencidos de la
afirmación de que los ciegos desarrollan mayores percepciones en sus otros
sentidos. Coligieron que, privado de visión, sería el tacto del camino en sus
pies, el olor de la madera de los cercados, el sonido de las fuentes en el
prado o el sabor del aire en cada rincón del bosque, quienes le guiarían hacia
su verdadera casa. Pero pasaron las horas y el niño, asustado de tanto
campesino buscando amor filial, se acurrucaba en una lobera del bosque. A su
lado languidecía el aliento herido de su auténtica madre.
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