‑¿En
qué piensas? –pregunta junto a mi oreja derecha, cuyo lóbulo besaba exasperantemente dulce.
‑En
la batería de mi GPS –respondo ahogando un suspiro de placer mientras comienza a desamordazarme, deshaciendo los nudos que me habían impedido mordisquear el
interior de sus muslos, husmear como un sabueso ansioso el camino que baja
zigazgueante desde sus pezones al ombligo, y más allá.
Mis
manos recobraban la movilidad por la que suplicaba de placer unos minutos
antes, cuando ella se varó en mí, pivotó alrededor del foco de todas mis
sensaciones para culminar salvajemente con la expulsión de toda la furia
almacenada a lo largo de su juego inicial. Un juego durante el que me recorrió
entero, ganándose mi confianza, disolviendo mis temores en la humedad de su
lengua, ofreciéndome breves raciones de su piel, dejándome apenas acariciar,
oler o siquiera ver cada uno de los contundentes rincones de su cuerpo,
encendiendo una mecha que parecía apagada en el momento en el que desperté
atado en la oscuridad de un cuarto cerrado, a merced de los cuchillos de
claridad que entraban por las rendijas de la puerta y la persiana, a expensas
de lo que hiciera conmigo la silueta de mujer que se movió furtiva desde la
ventana hasta el colchón en el que recuperé la consciencia.
Recordaba
que apenas había comenzado a decir «hola» a los ojos subyugantes que
aparecieron tras la puerta cuando unos cascotes del techo me hicieron caer de
bruces contra los pechos oprimidos de mi improvisada anfitriona. Debí haber
tomado mis precauciones al acercarme porque la casa no ofrecía un gran aspecto,
sin duda necesitaba unos arreglos, pero la marca y modelo del coche aparcado en
la puerta anunciaban que alguna persona de bien frecuentaba aquel lugar al que
llegué por un camino polvoriento escondido entre los zarzales del fondo de una
rambla reseca. Allí habría alguien que podría ayudarme a cambiar la rueda de mi
coche o, en su defecto, llamar a una grúa y dar señal de nuestra ubicación.
Aunque
pareciera imposible, me había perdido mientras conducía por aquel paraje
desértico que tan bien creía conocer, y había reventado un neumático al
intentar cruzar un camino imposible en el que me atasqué tras pasarme de largo
las indicaciones que el viento de la semana anterior había arrancado de cuajo,
y que supuestamente yo debía reubicar.
Caminando en busca de ayuda bajo el sol severo del mediodía sonreía para mis adentros recordando las frases
que exclamaba un amigo cuando nos perdíamos, entre las que se incluía un «Aquí
es donde nos acuchillan»; muy idónea para andar por la red laberíntica de
caminos del aquel paraje. Recordé la frase de marras justo cuando la batería de
mi GPS murió.
En
el último intento para volver a conectar el aparato sonreí al recordar lo que
yo siempre solía responderle: «Imagínate que antes nos violan». Por suerte a lo
lejos se veía una casa.
Sin coordenadas es el último relato que me han publicado, en la revista ilicitana El picudo blanco, que acaba de salir a la calle en Elche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario