martes, 26 de mayo de 2020

TIOVIVO


No había en el mundo nada mejor que verla bailar. Bueno, quizá la primera cerveza helada que me tomaba a mediodía tras el paseo hasta su trabajo, cuando la iba a buscar.

A veces le tocaba el aula que daba a la calle, la de los ventanales indiscretos que dejaban sin intimidad a los alumnos de la academia donde ella enseñaba su francés impúdico. Los transeúntes habituales del barrio estaban acostumbrados al espectáculo, igual que el cliente diario de la marisquería no repara en los animales del acuario del escaparate; pero siempre había algún peatón que, como el niño primerizo ante los centollos, giraba la cabeza asombrado y curioseaba la escena de la profesora que parecía una diva etérea y sus alumnos.

Yo pertenecía al segundo colectivo, al de los mirones ensimismados por la profesora de francés. Y es que enseñaba igual que bailaba, incluso bailaba igual que follaba, tomando posesión de todo el espacio con su cuerpo largo y esbelto, a ratos desgarbado, siempre insolente; con su sonrisa serena y su actitud de payasa tranquila que disfruta cada segundo de su número, con la seguridad de quien tiene controlado a su público, sabedora de tener la victoria del chiste final en sus labios que rompieron el molde.

Esos días en los que le tocaba el aula para los voyeurs, yo me acomodaba en una de las mesas de la terraza del café contiguo y me pedía esa primera cerveza que sólo era mejor que verla bailar porque era verla bailar mientras me bebía una cerveza helada. Y es que ella no daba clase, ella bailaba entre la gramática y la ortografía, hipnotizando a sus alumnos igual que jugaba a hipnotizarme a mí las noches que salíamos a divertirnos y a olvidar que ya no éramos adolescentes.

Solía remolonear el primer trago hasta que ella me viera, para brindar a su salud y por las noches disfuncionales de aquel verano a contrapié que, juguetón, daba y quitaba a su libre albedrío. La noche en que la conocí el mundo se me acababa, diluido en la despedida a una mujer con la que mis expectativas me timaron a que todo podía pasar, pero con la que jamás ocurriría nada. Fue una noche de ésas que deflagran sin avisar, de ésas que te dejan del revés gracias a la combinación exacta y casual de circunstancias. Uno de esos mirlos blancos en el calendario que te plantan a una forastera con ganas de hablar, bailar y beber cerveza con un extraño cualquiera que le recordara a Sorolla y le confirmara su pasión por el Mediterráneo.

Aquella noche de cumpleaños, final y principio de historias discontinuadas, comenzó como un grito sordo de dolor, un adiós furtivo y soterrado a una mujer magnética de mirada desafiante y voz en la que acurrucarme (malditas expectativas). Sin que ella lo supiera, yo saboreaba los últimos momentos a su lado, como el condenado a la pena capital que paladea su voluntad postrera sin que el cocinero conozca que ha elaborado el menú para los que abandonan el corredor de la muerte. Había tomado la determinación de no verla nunca más, de no seguir envenenándome con una compañía que no podía darme más que una amistad sincera, en la que yo me engañaba con un improbable «algo más». Había decidido aceptar contra mi involuntad que con ella no me esperaba ningún principio que ni siquiera había ocurrido en mi imaginación.

Así que me despedí aquella noche de esa mujer magnética, sin que me viera desgarrar mis polos norte y sur con el último beso inocente de una despedida habitual que no se habría de repetir. Tirando al río la brújula inservible le di el segundo abrazo que más me dolió en mi vida y la dejé difuminarse inconsciente en la noche. Cuando despertara al día siguiente desayunaría con el mensaje del adiós que en un rato llegaría a su correo, y que por pudor no pude airear en medio de mis amigos. Supe que por su aprecio sincero hacia mí sentiría pena, pero con fecha de caducidad, nada grave.

Era mi 41 cumpleaños, y tenía la responsabilidad de ser el alma de la fiesta con el resto de la compañía de aquella noche, así que oculté las desdichas y nos perdimos por las calles bulliciosas de un Madrid en fiestas, buscando el alcohol que aplicar a los puntos de sutura. Y siquiera antes de que nadie me expidiera la receta contra la procesión que me machacaba por dentro, antes de que pudiera gozar de mi rato de autocompasión lastimera, apareció ella: bailando guasona en réplica a mi circo de cumpleañero espantando su mal.

Y el lobo estepario que barruntaban mis peores pronósticos, el Bernard Marx resentido por el mundo infeliz que siempre me daba la espalda, se quedaron ambos amordazados y embobados en mi interior, brindando por la francesa larguirucha que me sonreía despreocupada y me compraba mi rollo de escritor locuaz, de ingeniero bohemio; aunque ella me hubiera preferido pintor de la luz. Mis amigos fueron desvaneciéndose, su amiga comprendió lo de la multitud de los terceros, y yo terminé colgado de ella en El mono eléctrico, bailando como Vicent Vega ante la señora Wallace, atrapado en la fuerza atómica de sus movimientos paradójicos. Y reía de mi propia pequeñez, de mi estúpida grandilocuencia que había sido fulminada de un plumazo. ¿Dónde estaban los dramas por la mujer a la que renunciaba sin que jamás hubiera habido un atisbo de que fuera mía? ¿Dónde se ocultaba el dolor de ese corazón digno que acababa de enviar un mensaje de despedida? ¿Qué credibilidad podría tener a partir de ahora cualquiera de mis afirmaciones fatalistas y rotundas sobre la desgracia en el amor, si me dejaba enredar por la primera mujer subyugante que se cruzara en mi camino? El dolor convertido en risa, el estoicismo transmutado en autoburla. Yo que me pensaba conduciendo un grave Rolls Royce no era más que un pasajero atónito en un tiovivo de feria.

Un día antes había escrito el relato penurias «definitivo», El baile de la polilla de quien jamás sería mariposa en su soledad sin música, y días después se me abrían las plumas de pavo real cantarín cuando aquella profesora nativa de francés me susurraba cosas incomprensibles al oído que me «erectaban» algo más aparte de las neuronas. Así, cada vez que me pedía una cerveza helada mientras la esperaba junto a la academia donde surfeaba entre palabras y fonemas, brindaba por aquella noche que me creí desdichado, brindaba por todas las veces que alguien, o yo mismo, volvería a romperme el corazón, por todas las veces que me volvería a ilusionar. Pero, sobre todo, brindaba por la intuición de que esta vez el baile no finalizaría.

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