SÁBADO 4 DE ABRIL
Hay dos tipos de personas: las
que tienen claro que al volver de la compra lo primero que hay que hacer es
poner la cerveza a enfriar en la nevera, y las que no molan.
Y entre los de la primera categoría
estamos los ansias que hacemos hueco en el congelador para enfriar más rápido un
par de botellines que luego se nos olvidan porque hemos decidido darnos al vino
blanco ya que hemos cocinado una lubina a la sal. Eso es algo que me pasó ayer
y que descubrí por la noche al sacar del congelador unos tronquitos de lomo de
bacalao para hacerlos al horno con alcachofas y taquitos de jamón (esto… en
serio, ¿no hay ninguna muchacha que se quiera venir a pasar aquí el confinamiento? ¡Ofrezco pensión completa!).
Continuando con lo que contaba
ayer sobre lo de vivir esta experiencia en soledad, llevo unos días acordándome
de Desmond Hume, el personaje de la serie Lost, que es encontrado al otro lado de la escotilla y encargado de
darle a la tecla del ordenador cada 108 minutos. Él tenía unas rutinas claras
en la Estación Cisne, además de toda la comida necesaria para no salir de allí,
así que no había carrito de la compra en aquella base de la Iniciativa Dharma. A
mí me hubiera venido de lujo. Un amigo me preguntó que por qué no tengo carrito
de la compra, y entonces me acordé de cuando me vine a vivir a este
apartamento, en diciembre de 2014. Pensé que viviendo solo, y en un lugar con
tan poco espacio para despensa en la cocina, el carrito era prescindible:
primero porque no tendría donde guardarlo, y segundo porque nunca iba a hacer compras
tan grandes como para necesitar un carrito ya que no tenía el espacio físico donde
poner toda la compra que cabe en su interior. Si tuviera un Delorean del tiempo
en el garaje me iría directamente para allá y le diría a mi yo del pasado que
una casa sin carrito de la compra no es un hogar, y que a comienzos de 2020
habrá una pandemia global durante la que echaré de menos ese adminículo (¿os he
dicho que me gusta la palabra adminículo?
Es muy de mi amigo Ángel). Y así, a lo tonto a lo tonto he rellenado un párrafo
hilando Lost con el rato de mula de
carga que viví ayer. Aún tengo los hombros como piedra de amolar.
Encima me olvidé del ajo… Hoy ha
venido mi vecina (la que mola, no la petarda, que está ahora mismo discutiendo
con alguien por teléfono al otro lado de la pared de mi habitación) a traerme una
ristra de cabezas de ajo, sin pasar de la puerta, eso sí. Ésa ha sido la
anécdota del día.
Y como dije, por fin encontré
vermú y hoy he podido disfrutar de tres videoconferencias con amigos, desde las
12 hasta casi las 2 y media de la tarde dándole al vermú acompañando un
aperitivo o mientras cocinaba (hoy ha tocado guiso de ternera), de forma que
luego ha caído una siesta de más de una hora para domar la moña que he pillado
con el alcohol.
Sospechosos habituales en Madrid, Alicante y Melbourne.
Ya veis, un día me desnudo en este diario hablando de mi
potencial egocentrismo, y al otro cuento que me he puesto piripi yo solo a
vermús (sí, lo sé, decir piripi es propio de tu tía Virtudes la del pueblo y no
de un señor de 42 años que escribe y esas cosas). Pero al final la vida es como
una peli de Quentin Tarantino: en el mismo guion puedes tener un diálogo de lo
más intenso retratando de una forma admirable la cotidianeidad de los personajes
más sórdidos, y a continuación un homenaje gore al cine hongkonés de los años 60
o 70. Cosa que puedo enlazar con que ayer por la noche vi Kill Bill Vol. 2 (la noche anterior vi la primera parte). Dieciséis
años han pasado desde que salió la película, y nunca la había visto. Recuerdo
que precisamente en verano de 2004, justo la noche antes de volar a Chipre para
hacer allí unas prácticas, comencé a verla en casa de mi hermana, donde me
alojé como escala previa al vuelo en el piso que tenía en la calle Arquitectura
(por aquel entonces yo vivía en Valencia), pero me acosté pronto, cuando apenas
había empezado la película. Estaba nervioso y no podía concentrarme en nada: al
día siguiente tenía mi primer vuelo en avión, y era también la primera vez que
salía de España solo (y que viajaba solo), con lo que no tenía la cabeza como
para tarantinear. Y hoy, al echarme a dormir la siesta con la cantinela de que
este confinamiento se alarga como mínimo hasta el 26 de abril, un total de seis
semanas, me he acordado de que en aquel verano de 2004 estuve precisamente seis
semanas en Chipre. Me he acostado pensando en todo lo que dieron de sí aquellas
seis semanas de verano en una isla del Mediterráneo, y de cómo debería buscar algún
tipo de provecho a estas seis semanas (de las que ya llevamos tres y aún no he
vendido ni una escoba) en un confinamiento por pandemia global.
Aunque no hacer nada y descansar
el cerebro tampoco es mala opción, tampoco nos vayamos a agobiar.
David 17 – Nocilla 0
PS: Releyendo lo que he escrito, he
descubierto dos frases seguidas de una canción de Mecano. A ver si las
encontráis.
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